jueves, abril 17, 2008

Prospecto





La idea misma de una novela, en cuanto consiste, se deriva al fragmento fragmentado de un todo que contiene fragmentos de, quizás, un fragmento. Y eso conforma un todo, fragmentario, pero todo de igual manera.
Hay ideas que confabuladas entre si (o algunos pueden decir entrelazadas), pueden llegar a ser una hilvanación totalmente visible dentro de lo tácito que llega a ser una muestra de todas las pequeñeces y el mundo del absurdo que nos ataca casi la mayor parte del tiempo. Y que de maneras diversas y más que locuaces, nos hacen ver dentro de una botella lo que se puede ver mirando el cielo; y que (lo más interesante), es saber que mirando el cielo se puede ver más que más allá, eso es lo más acá, que muchas veces no se ve, porque está tan cerca, tan cerca de nuestra epidermis que no se logra captar vivazmente o sigilosamente porque se ignora de cierta manera. Y esa cierta manera es el querer de ver más allá. Cosa que no tiene nada de malo, sino en el límite de no saber qué tienes acá y en el más acá. Pregunto, ¿Porqué ver el más allá? E ironizo, porque más acá tenemos todo visto y no hay nada más que ver, siendo que aún no se ha visto todo, pero sería más de lo mismo. Diría una voz pequeña por ahí. Y sigo: ustedes no tienen porqué ver más allá sin que logren comprender el más acá, y ya eso es demasiado complicado. Por favor, díganme que no. No. Bueno, eso es otra cosa, ¿Qué cosa? Dirán ciertas voces. Cosas que simple y complejamente se ven y no. Se sienten y no. Se logran analizar y no.
Hay ciertas sensaciones que acaparan un poquito más que un todo y hay ciertos hechos que hacen notar la simplicidad de lo complejamente común.
Una palabra, una sonrisa, un diálogo, un relato, una comprensión.
Los personajes van y vienen como peces en el agua y como calamares en la ficción. Bueno (digamos que con Julio Verne), puede traspasar la idea del pensamiento y lograr la amargura de creerse tal, siendo que puede estar a años luz de ser o parecerse, pero se es eso en el momento de la lectura.
Benditos sean los que por una u otra razón se ven estampados en aquella hoja impresa de noches y días de movimientos arrítmicos frente a un teclado. Claro, se piensa. Claro, se siente. Claro, se comprende. Claro, se cree comprender. Claro, se cree pertenecer. Claro, se cree él. Claro.
Y lo impreciso juega otro rol. Digámoslo, juega a ser el minutero de un reloj que no es más que fantasía, sin embargo está. Y hay precisión. Como todo relojero. Empero, ¡No hay precisión! Solo es una ficción dentro de la ficción que juega un rol de realidad. Es cierto, para qué negarlo, si sólo es una blanca paloma (¡Hay cómo las odio y más encima las pongo como ejemplo) de una resignación a lo que no podemos manejar. Porque hay mucho manejo, hay mucha manipulación. Pero no queda más allá de la palabra misma, porque se llega al punto de no contar con esa frivolidad que lo único que maneja son las confusiones disfrazadas de cálculo con mayoría de probabilidades. Paf!
Paf!
Nunca se llega a manejar lo que se espera manejar. Hay rebotes, pero que nunca se están contemplados, sin embargo se dicen probables más que nada para no perder el hilo del cálculo, que de cálculo sólo tienen un par de frasecitas halagadoras del supuesto manejo.
¿De qué, me pregunto yo?
Otra cosa, es que en verdad nadie sabe quién puede ser clavado con los clavos del mal cálculo o de la improbabilidad que se creía lejana o del rebote que se creía lejano. El rebote, escuchen esto, el rebote te llega incalculablemente donde menos lo esperas. Lo que no significa una amenaza, sino poner un ojo abierto donde creas que menos te pueden herir. Porque, de verdad no hablo de traición (si eso es lo que quizás a primera lectura se logra analizar), sino de complejas pequeñeces que van en adversidad a tus probabilidades positivas. “No, es que de verdad no hay nada que pueda fallar”. “No, es que realmente tengo todo calculado si no pasa esto que debería pasar”. “No, es que esa improbabilidad frívola está lejos de lo que alguien puede imaginar”.
¡Fragmentos insípidos!
Fragmentos…
Eso que se logra sólo divisando algún todo, por más insignificante o confuso o complejo o distante o simplista o irrisorio.
La idea misma de una novela, en este caso implica la confusión de las partes, para que después se pueda hablar de un todo, no antes, sino después de creerse un naufrago en la lectura. Lectura… Todo va en ella. Claro, que simple de explicar, dirán algunas voces por ahí. Por consiguiente, lo que hablo se deriva a lo que no está escrito. ¿Quién es este fulano que me habla entre líneas y guiando mi comprender hacia su no comprender, que de hecho no comprende? Podría comprender esa pregunta. Y darme el gusto de no contestarla, porque no hay nada más rico de saberse incomprendido cuando todo está dado para comprender.
Voces que se alejan y se acercan en la medida que acabo con estas palabras de aliento, no para el lector, sino que para mí, ese yo que está dentro de mis dedos.
Y, Paf!
Un consejo, la letra conforma la palabra y el jerigoncio conforma la antipalabra. Paf! Se acabó.
(Junto a un piano que habla de la nada cuando románticamente quiere ser algo, no es algo, pero quiere llegar a ser, como el timbal que comienza a sonar a lo lejos con un poquito de ímpetu y cae una mano que lo calla en seco y la boca que se abre con impaciencia hasta esperar el otro movimiento, que lo hará con más ganas que técnica mientras la gente en el teatro aplaude).