miércoles, junio 23, 2010

Sustancias (Un día de lluvia)




Llueve a cántaros. El viento (implacable y turbio) se lleva los suspiros como la verticalidad del agua, hacia horizontes desparramados, dejando huellas en cada ventana, dejando la mirada reposada en lo acuoso, dejando la mirada tras las bambalinas de una madrugada húmeda y en soledad, dejando la mirada caer con cada gota, como si las nubes fuesen los párpados, como si el cielo fuese los ojos.
Llueve a cántaros. El arrebol dejó de ser una transición ruborosa hacia la noche, a caminar en la clandestinidad tras las sombras de un cielo cubierto, envolvente de lágrimas diáfanas que purifican el aire, que hacen más fácil el recuerdo, que permiten tocar con una mano la ventana y sentir que el agua te toca y te absorbe, que te llama a caer sin caer en nada, sino caer como hojas secas en una brisa lateral. Infinito.
Llueve a cántaros. Y un frío te recorre la espalda como una mano ajena, mientras miras las luces de la ciudad como si fuesen luciérnagas inmóviles. Sientes en el aire la humedad, como estar rodeado de peces, como estar acostado en la orilla después que el mar se recoge, y un aliento invernal te roza la boca, entumeciendo tus labios, como besar el alba luego de la lluvia, como acariciar con tu mano una mañana fría.
Llueve a cántaros. Y todo se mezcla en una sola forma, como si lo difuso se hiciese parte de los detalles y algunos detalles dejasen de ser difusos, como si tomarme un café o mirar por la ventana fuesen un mismo acto que quizá ni siquiera fuese uno de los dos, sino otro; como si estar parado en una esquina o mirando por una ventana diera igual. Llueve a cántaros, y un par de gotas me avisan que debo salir de mi letargo, mientras llueva.