El poema es una circunstancia, casi como una fotografía, donde se expresa un sentir radicado en cierto momento en el tiempo. Es único no sólo por su esencia, sino por su realidad momentánea, por su contexto.
El poema es una pequeña realidad, el sueño de una noche, que no quita, aún, su inmortalidad, su trascendencia, esa calidad innegable.
El poema es un fantasma pertinaz, una madrugada que sueña cada noche; mas un sueño que se acaba en un alba inconstante, una inconstancia interminable, una ocurrencia que levita sobre cada sensación.
El poema es un fragmento de tiempo que se vuelve atemporal, la certeza más audaz de nuestra alma, el instante más genuino del hombre.
Se me ocurrió que tal vez, este poema también podría servir para hacer un Shortcuts animado, con música de Yann Tiersen o algo así. ¿O estaré pelando mucho el cable?
Llueve a cántaros. El viento (implacable y turbio) se lleva los suspiros como la verticalidad del agua, hacia horizontes desparramados, dejando huellas en cada ventana, dejando la mirada reposada en lo acuoso, dejando la mirada tras las bambalinas de una madrugada húmeda y en soledad, dejando la mirada caer con cada gota, como si las nubes fuesen los párpados, como si el cielo fuese los ojos.
Llueve a cántaros. El arrebol dejó de ser una transición ruborosa hacia la noche, a caminar en la clandestinidad tras las sombras de un cielo cubierto, envolvente de lágrimas diáfanas que purifican el aire, que hacen más fácil el recuerdo, que permiten tocar con una mano la ventana y sentir que el agua te toca y te absorbe, que te llama a caer sin caer en nada, sino caer como hojas secas en una brisa lateral. Infinito.
Llueve a cántaros. Y un frío te recorre la espalda como una mano ajena, mientras miras las luces de la ciudad como si fuesen luciérnagas inmóviles. Sientes en el aire la humedad, como estar rodeado de peces, como estar acostado en la orilla después que el mar se recoge, y un aliento invernal te roza la boca, entumeciendo tus labios, como besar el alba luego de la lluvia, como acariciar con tu mano una mañana fría.
Llueve a cántaros. Y todo se mezcla en una sola forma, como si lo difuso se hiciese parte de los detalles y algunos detalles dejasen de ser difusos, como si tomarme un café o mirar por la ventana fuesen un mismo acto que quizá ni siquiera fuese uno de los dos, sino otro; como si estar parado en una esquina o mirando por una ventana diera igual. Llueve a cántaros, y un par de gotas me avisan que debo salir de mi letargo, mientras llueva.
"Caminé tumbado por una nostalgia incipiente, como si cada rincón, cada lugar fuese un recuerdo en potencia, como si me preparase de antemano a una situación el cuál recordaría un momento que aún no sucede. Y esa nostalgia incipiente se refería a eso, atrapándome en una burbuja jazzística que recorría pasados y futuros sin un fin cierto, sin un contexto determinado. Y el presente, una brisa que me llegaba de costado y me desviaba la mirada hacia conciertos sin tiempo, una sonrisa que nacía de mi boca sin que yo la quisiera, como una muestra de mi vulnerabilidad hacia subconscientes traviesos que van y vienen, como una muestra de mi descontrol hacia ingravidades lejanas que me añoran. Y caminé, tumbado por la impresión que me produjo darme cuenta cuanto había caminado sin recordar las calles por las cuales pasé. La burbuja jazzística se había desvanecido y me fumaba un cigarrillo con la convicción de recordar cualquier cosa pasajera. Y cuando comencé a recordar algo, arrojé el cigarrillo y seguí el compás del saxo con mis dedos, en realidad no quería recordar..."
El cadáver yacía tendido sobre la alfombra. El cuchillo había descansado por una hora en la cartera esperando probar la sangre por primera vez, en una noche silenciosa y estrellada de amargura, bajo la cual, ella había caminado varias cuadras a pasos nerviosos y rebozada de angustia, donde cada bocanada de su cigarrillo contenía una ansiedad ominosa. Antes de salir del hotel, había bebido dos copas de vino mientras pensaba que las cosas se habían extrapolado demasiado y que a cada minuto caía a un abismo insondable difícil de percatar, tan anónimo, tan mudo y tan etéreo como el mismo tiempo. ¡Oh, tan indiferente e ingrato que es! Habría pensado ella, con una calma que le desesperaba, no así horas antes, mientras lo planeaba todo, desnuda en la cama junto a su amante, que reía maliciosamente imaginando el resultado y ella tratando de responder a esa sonrisa, pero con un dejo de melancolía. Melancolía que debilitaba sus fuerzas cuando subía por las escaleras hacia su departamento, confundida entre un cúmulo de ira e indecisión. Y cuando estaba preparada, a espaldas de su marido que se dirigía a abrir la puerta, tras la cual estaba su amante que lo distraería mientras ella consumaba el cometido; ella se abalanzó cerrando los ojos siendo presa de un odio inconmensurable y le enterró el cuchillo en el corazón de su amante. El cadáver yacía tendido sobre la alfombra y ella sólo abrazó a su marido implorando el perdón.